Época: España de los Borbones
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1808

Antecedente:
La economía del siglo XVIII

(C) Roberto Fernández



Comentario

Parece bien comprobado que el telón de fondo que sostuvo el auge poblacional fue el crecimiento económico. Más concretamente, fue la vitalidad de las actividades agropecuarias lo que resultaría decisivo para posibilitar a largo plazo el aumento del número de los españoles. En términos generales, en la España del Setecientos puede apreciarse el juego dialéctico que en el sistema tardofeudal existía entre la demografía y la producción agraria. Es evidente que la recuperación demográfica presionó para que se produjera un auge en la agricultura, pero al tiempo no es menos cierto que la expansión de la segunda posibilitó el mantenimiento al alza de la primera. De este modo, si la recuperación demográfica existente desde los últimos años del Seiscientos pudo mantener su pulso fue gracias a que la producción agraria acudió en su sostenimiento.
En efecto, la agricultura era la principal ocupación de los españoles. En el Catastro de Ensenada queda bien reflejado cómo el 58% del producto bruto castellano provenía del sector agrario. Y en el censo de Floridablanca se constata que al menos el 70% de la población trabajadora se dedicaba a las tareas rurales. Muchos españoles se casaban y tenían sus hijos contemplando el calendario agrícola; las cuentas de la vida y la muerte estaban directamente ligadas a los vaivenes de la producción agraria y a las fluctuaciones de los precios. Años de buenas condiciones climáticas suponían buenas cosechas, precios estables, mercados bien surtidos, rentas campesinas suficientes y posibilidades de hacer planes de futuro.

No es extraño, pues, que quienes deseaban mejorar el país se ocuparan con pasión de las deficiencias de la agricultura. Así lo hicieron políticos de la talla de Campomanes, Olavide o Jovellanos y pensadores económicos de la solidez de Lucas Labrada, Ignacio de Asso, Antonio Cavanilles o Eugenio Larruga. En este ambiente de marcada dedicación a las cosas del campo, es fácil comprender que el concepto de reforma agraria acabara tomando cuerpo durante el siglo hasta que Jovellanos le diera forma definitiva en la presentación ante la Sociedad Económica de Amigos del País de Madrid de su Informe sobre la Ley Agraria (1794). Un documento en el que el ilustre asturiano abogaba por la derogación de los obstáculos jurídicos (especialmente la vinculación de la tierra), sociales (la falta de preparación técnica) y naturales (la escasez de las obras públicas) que mantenían a la agricultura española en una situación de precariedad.

A pesar de los estorbos denunciados, la agricultura española aumentó su producción durante la centuria. Y lo hizo con especial relevancia en la primera mitad para mantenerse en un tono más discreto en la segunda y no estar exenta de progresivas dificultades en los últimos años del siglo. Coyunturas generales que vinieron a superponerse a las clásicas crisis de subsistencias que en las economías locales regulaban los recursos en relación a la población. En la mayoría de las regiones la expansión agrícola tuvo un carácter eminentemente extensivo. Nuevas tierras, habitualmente de calidad inferior a las roturadas, fueron puestas en cultivo por los campesinos a través de una deforestación que todavía estamos lejos de calibrar, de la desecación de pantanos y albuferas (Cataluña y Valencia) y de ambiciosas construcciones hidráulicas (Canal Imperial de Castilla o Canal de Aragón) o de múltiples acequias, como fue el caso de la región murciana.

Así pues, la mayor producción agrícola fue resultado de la extensión antes que de la intensificación, que sólo se produjo en algunas agriculturas y productos que lograron conectar con una amplia comercialización (Valencia, Cataluña). En realidad, en el conjunto español, la productividad por unidad de superficie y tiempo empleado se mantuvo en niveles modestos, salvo excepciones, dado que los medios técnicos de producción continuaron en una situación de escaso desarrollo.

El arado romano prosiguió con su predominio; las mulas suplieron a los bueyes, pues eran más fáciles de alimentar aunque no araban con tanta profundidad; la falta de estabulación del ganado impidió un abono suficiente y de calidad que mejorase el rendimiento de las cosechas y ayudase a suprimir el sempiterno barbecho (como ocurría en algunos lugares de Inglaterra), que aun así tuvo un ligero retroceso en términos globales. Aunque nuevos cultivos, como el maíz y la patata, se habían introducido desde el siglo anterior en la cornisa cantábrica y en las tierras gallegas, no tuvieron una influencia decisiva en el resto del paisaje agrario peninsular.

Estas características básicas de la agricultura hispana condicionaron los límites del propio crecimiento agrario. Limitaciones que empezaron a manifestarse a partir de los años sesenta cumpliendo la ley de rendimientos decrecientes: producir más significaba cultivar tierras peores que, al no poder ser regadas y abonadas convenientemente, terminaban por reducir sus rendimientos anuales medios por unidad de superficie.

Sin embargo, los comportamientos y las soluciones buscadas no fueron idénticos en todos los lugares de la Monarquía. En la diversidad tuvieron mucho que decir, amén de las variadas condiciones climáticas y de las distintas culturas agrarias, las diferentes estructuras de la propiedad y las diversas relaciones de producción que se habían establecido en el ámbito rural de cada región. Es bien cierto que la institución del señorío impregnaba en términos generales el agro hispano, pero según las características propias de cada zona se fraguó un mundo particular de relaciones agrarias en torno a la posesión de la tierra y a la producción.

Efectivamente, en una propiedad de naturaleza compartida como era la feudal, el tipo de relaciones entre los señores propietarios y los campesinos arrendadores implicaba distintos grados de posesión real de la tierra. En el caso de la enfiteusis (valenciana o catalana) y del foro gallego, a menudo los campesinos devenían cuasi propietarios de la tierra dada la larga duración de los contratos agrarios establecidos: los campesinos terminaban por constituirse en los únicos organizadores de la empresa agraria. Por el contrario, en amplias zonas de Castilla y Andalucía la situación se invertía. Aquí, eran los señores los que tomaban las riendas de su propiedad, explotándola a través de colonos con contratos de arrendamiento a corto plazo o bien de jornaleros. Así mantenían intacta la disponibilidad sobre sus tierras, al tiempo que podían amoldar la renta a la coyuntura económica.

A partir de esta distinción principal, las situaciones podían diversificarse en cada región hasta darnos un cuadro de la propiedad agraria que contemplaba una mayoría de tierras bajo el régimen señorial (laico, eclesiástico o real) y un tipo de explotación basado especialmente en la unidad familiar, excepto en el caso de los latifundios andaluces. Cuando la familia precisaba fuerza de trabajo para la explotación de su propiedad o sus arriendos, acudía a los jornaleros asalariados que formaban un amplio grueso en la población agraria también utilizado por los detentadores de señoríos.

Con esta agricultura de gran diversidad y en general poco modernizada, tanto técnica como socialmente, lidiaron los diversos gobiernos reformistas. En realidad, fueron ellos los primeros en inaugurar una verdadera política agraria en la historia de España, sobre todo cuando a partir de los motines de 1766 comprobaron que el estancamiento podía significar preocupantes conflictos sociales y con ellos el fracaso de la propia empresa reformista. El objetivo último de la política ilustrada fue conseguir más producción, más estabilidad social y más rentas para el Estado. Para ello, intentaron defender la creación de una mesocracia rural que, al frente de unidades de explotación familiares, contrapuestas a los grandes latifundios casi siempre criticados por los reformistas, produjeran para un mercado cada vez más liberado de trabas y más dirigido a beneficiar a los consumidores.

Para alcanzar estas metas de fondo, la política ilustrada se centró en dos grandes frentes de actuación. Primero, se arbitró la iniciativa legisladora para reformar la estructura de la propiedad y las relaciones de producción, para liberalizar el comercio de granos y para limitar los intereses ganaderos de la Mesta. Y segundo, los propios gobiernos tomaron algunas iniciativas colonizadoras de nuevas tierras (Sierra Morena), realizaron obras públicas destinadas a favorecer el regadío y el transporte de productos agrarios, fomentaron la denominada industria popular en el campo y, finalmente, porfiaron por difundir nuevas técnicas y cultivos mediante su divulgación en los diarios o a través de las sociedades patrióticas.

Toda esta serie de actuaciones tuvieron siempre un éxito relativo y a menudo acabaron en fracaso en medio de un contexto social que en nada facilitó los objetivos de los reformistas, por lo demás siempre prestos a dar marcha atrás cuando las medidas eran contestadas. Así, los repartos de tierras que se decretaron no pudieron salvar el inconveniente de que gran parte del labrantío de calidad estaba en manos de la nobleza y el clero, cuyas posesiones al ser inalienables restringían sobremanera el mercado de tierras. Ante esa dificultad se intentó el reparto de lotes municipales (que terminaron en manos de las oligarquías locales), el alargamiento de los contratos de los colonos y el aumento de los requisitos para el desahucio de los mismos. En el caso de la abolición de la tasa del grano en 1765, puede comprobarse otra actuación reformista que pretendiendo una cosa acabó consiguiendo otra bien distinta. La medida perseguía adecuar los precios agrícolas al mercado para conseguir su elevación e incentivar a los cultivadores directos. Sin embargo, esta nueva disposición acabó permitiendo a los poderosos una mayor posibilidad de especulación dado que podían acaparar grandes cantidades de granos para su posterior venta en los meses de mejores precios.

No puede decirse, pues, que la política agraria reformista se viera coronada por el éxito. El miedo de los gobernantes a provocar desestabilización política, las contradicciones que generaban en los reformistas sus compromisos de clase y, finalmente, un contexto social nada favorable, ayudaron a que la empresa no llegase a buen puerto. Aunque hubiera planteamientos diferentes, pues no representaban lo mismo Campomanes con su creencia en la acción decisiva del Estado o Jovellanos con su confianza en las virtudes del libre juego de los intereses individuales, especialmente después de su lectura de Adam Smith, sí que puede afirmarse que todos compartían idénticos objetivos y que ni unos ni otros pudieron llevarlos a cabo: la creación de una mesocracia rural al frente de una agricultura dinámica y moderna fue más un deseo que una realidad.

La resistencia encarnizada de las clases privilegiadas y la existencia de una realidad agraria muy plural, obstáculos insuperables con una única y milagrosa ley, provocaron medidas legislativas ambiguas o contradictorias que acabaron beneficiando a los que más recursos económicos y jurídicos tenían. Jovellanos, en su Informe sobre la Ley Agraria dejaba una prueba meridiana de esta ambivalencia reformista al referirse al mayorazgo: "Apenas hay institución tan repugnante a los principios de una sabia y justa legislación, y sin embargo, apenas hay otra que merezca más miramiento a los ojos de la sociedad ¡Ojalá que logre presentarla a vuestra alteza en su verdadero punto de vista y conciliar la consideración que se le debe, con el grande objeto de este informe, que es el bien de la agricultura!" Ocurría, sin embargo, que el bien de la agricultura no estaba nada claro que fuera al mismo tiempo el de los grandes mayorazgos.

En definitiva, las ambiciosas ideas reformistas no podían llevarse a cabo si ponían en cuestión importantes aspectos del orden social vigente. Cualquier expropiación o tímido intento de desamortización de la tierra, como los realizados bajo Carlos III o con Godoy, conseguía la exacerbada oposición de las clases privilegiadas, que tenían sus bases económicas principales en las rentas derivadas del campo. Si por el contrario las medidas se dirigían a dar mayores libertades a los agentes agrarios, entonces las clases humildes, más indefensas ante el mercado, se rebelaban, pudiendo generar con sus protestas un peligro de estabilidad para la propia monarquía, como había sucedido en 1766. La contradicción era difícil de resolver. La cuestión de la reforma agraria pasó al siglo siguiente como una pesada losa para la historia de España.